Para inaugurar mi blog, he querido introducir un artículo que leí de Maruja Torres en el País Semanal. La verdad es que me sentí muy identificado con dicho artículo, tanto como si lo hubiese escrito yo (aunque jamás lo haré tan bien como ella), y subscribo cada una de las palabras que ella escribió. Ese mismo día, a principios de año, yo sentía lo mismo que ella nos cuenta.
MARUJA TORRES
EL PAIS SEMANAL - 08-01-2006
Cada principio de año se truecan mis metáforas. Parece obvia esta puntual permuta de imágenes cuando comienza un periodo acotado voluntariamente por la humanidad; una defensa contra el tiempo convencional, ese truhán que el Tiempo verdadero envía por delante para que nos asuste menos lo insondable. Pero no puedo elegir. Salí del año anterior diciéndome que la vida es como una película experimental (francesa o checa: temible, en cualquier caso), y he entrado en éste pensando que, en realidad, la vida es como una sala de cine. No importa lo que se proyecte en pantalla (tus sueños o mis sueños, nuestros sueños; nuestra ausencia de sueños), sino las butacas que, con los años, se quedan vacías. O las que van siendo ocupadas por nuevos espectadores carentes de permiso, que ponen a prueba nuestra generosidad.
Reconozco que, a simple vista, podemos creer que he perdido con el cambio. La película se adorna. Es de otros. La dirigía el Destino. Pero las butacas, de las que mi gente se ha ido levantando para desaparecer, son demasiado humanas, demasiado cercanas. Intolerablemente dolorosas. No importa lo que se proyecte en la pantalla. Un clásico mudo acerca de un trópico asolado por la tormenta, una premonición germana acerca del M(aldito) Holocausto o una delicia navideña de Frank Capra. La película siempre sigue igual, aunque sea húngara, que es lo menos igual a sí misma que, en película, se puede hallar. En especial si fue húngara bajo el sistema soviético: el celuloide era gratis (luego era larga); la felicidad, imposible (luego era plana, triste y desde luego larga).
Tengo que decir que resulta muy punzante asistir al momento en que las luces se encienden y ves, vacías, las butacas de tus mejores personas. ¡Oh, Dios!, te dices (sin fe alguna), cuánta crueldad, habérmelos dado para quitármelos así, tan crudamente. Pero la función sigue en la platea. Y allá, en pantalla, se proyecta la pantomima que, en lo profundo, no te interesa, nunca te interesó. Deliran esos héroes. Aquí al lado es distinto. Se desarrolla la auténtica heroicidad. Existir, morir. Gente de la que creíste que nunca podrías prescindir se disuelve como un anuncio publicitario en otro, un modelo de teléfono portátil en otro: recambiables. No lo eran.
Esas butacas cubiertas de hojarasca, batidas por el viento, impulsadas hacia donde no sabes por tu necesidad de quienes las ocuparon. Cuánta pena, cuánto sentimiento al tener que ver la película, que ya ni te importa, con su melancolía.
Perdónenme; no avisen, por favor, a la Brigada Anticursis. Sé que la merezco, pero ténganme compasión. Pasan los años y entro en este nuevo con la metáfora cambiada. Tengo miedo, y siento, al mismo tiempo, alivio.
Porque, junto a mí, algunas butacas han vuelto a verse ocupadas por personas que me importan. Yo, que hice cruz y raya a los afectos para no sufrir más, veo que gente con 10, 15, 20 o 30 años menos se me acerca y se sienta. Me gusta que lo hagan, creo que me arriesgaré a recibir a los nuevos. No sustituyen, nunca podrían ni yo querría, a quienes se fueron. Pero qué gran alivio encontrarles. Estabais aquí y yo no supe veros. Me hicisteis el favor de acercaros.
Permitid (tercera pe empezando un párrafo: imperdonable), queridos nuevos amigos, o amigos que mantuve en la nevera y que por fin habéis nefernecido (equivale a florecer en belleza: si existiera este participio egiptólogo y herido), permitid que os dé la mano, que nos tomemos de las manos, apoyando nuestros brazos en los inanimados brazos del asiento. Otra vez, compañeros, descubriremos el viaje de la vida, lo que queda del día, las cosas de la vida, César et Rosalie, un corazón en invierno, intolerancia, tempestad, la jungla del asfalto, y un paseo por el amor y la muerte, delitos y faltas, lo que el viento se llevó.
Ya lo he dicho: cuando cambio los años me cambian las metáforas, y me quedaría a vivir aquí, dentro de este artículo, con tal de no enfrentarme a una sola, nueva, dolorosa butaca vacía.
En la sala en donde permanecemos a oscuras.
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